“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

domingo, 26 de octubre de 2008

Los muertos no tiemblan en días fríos

Hoy quiero inaugurar una pequeña sección que titularé “Teorías”. Éste escrito que os presento realmente no es el primero que debería aparecer en este apartado, pero es el último que he escrito y por ello lo expongo aquí. Lo cierto es que hasta ahora había suprimido este tipo de textos por ser muy diferentes a la temática central de este blog, pero he pensado que esto también es parte de mí, por lo que perfectamente puedo incluirlo en mi pequeño espacio virtual. Sólo decir que es una sección que encontraréis mucho más caótica y menos elaborada que el resto de escritos, pero eso sólo es porque, en este caso, le doy más importancia a las propias ideas que a la manera de contarlas.


Ayer rescaté varios cuadernos antiguos, entre ellos uno que me servía de diario en esos tiempos en que los problemas no eran problemas y yo no era más que una pequeña inocente, ingenua y feliz.

Recuerdo que cada vez que de pequeña leía una historia me imaginaba que yo era la narradora de una historia que se iba haciendo realidad en algún mundo desconocido a medida que las frases del libro tomaban forma frente a mis ojos.

A veces incluso llevaba esa fantasía un poco más allá e imaginaba que la vida de cada uno era la trama de un cuento leído por un niño; y nosotros y las personas que nos rodean, los protagonistas. Ninguno de los dos mundos se mezclaba, la única conexión que había entre ambos era esa voz interior que cada uno de cada cual escucha cuando leemos para nosotros mismos, sólo que esta vez era la de ese niño desconocido que se hallaba en algún rincón en el que jamás sería encontrado en este mundo.

A lo que iba, que me desvío del tema. Comencé a ojear esa especie de diario, reconozco que al principio sin demasiado interés, sólo una pequeña curiosidad de a ver qué tipo que chorradas me daba por escribir hace años. Y lo cierto es que sí, la mayoría de las cosas (por no decir todas) eran temas sin ningún tipo de importancia, pero el caso es que mientras las leía veía nombres, nombres de gente de la que ya ni siquiera me acordaba es más, algunos me costó un gran trabajo traerlos de vuelta a mi memoria aunque fuese sólo por unos minutos. Había de todo, personas que se cambiaron de colegio y de la que no volví a saber más; gente que a día de hoy aún son buenos amigos; otros que por aquel entonces no lo eran pero que ahora sí; incluso gente que hizo su gran viaje demasiado pronto.

Por un instante hasta me pareció que era otra vez esa niña pequeña que creía que las cosas que leía estaban sucediendo en algún otro lugar. Y llegué a algo así como la versión ampliada de lo anterior: ésta vez cuando yo leía en el presente el diario, a cada frase se estaba creando el pasado en otro mundo; y mi presente era el pasado leído en un tiempo futuro.

Entonces es cuando se me ocurrió el poder que podría tener una simple goma de borrar; lo que podría llegar suponer eliminar incluso la más insignificante de las frases o el punto peor puesto. En ese momento muchas de las cosas que siguiese a esa pequeña oración desaparecerían ante mis propios ojos. Incluso podría llegar más lejos aún y no conformarme sólo con haberla borrado, sino coger un lápiz y reinventar la frase y ver así cómo los próximos sucesos cambian sin necesidad de que yo los escriba.

¿Pero qué es lo que nos diferencia a nosotros, los de este presente que leemos cosas pasadas; de nosotros, ese pasado leído en un presente que aún es futuro? ¿O qué me diferencia a mí de todos esos fantasmas que aparecen en las frases escritas a lápiz, fantasmas que aparecen y desaparecen a su antojo a lo largo de capítulos enteros?

Lo cierto es que hasta esta mañana no he encontrado una respuesta viable a todo eso. Al parecer la temporada de heladas que comienza estos días no sirve sólo para hacer tiritar hasta el último músculo de mi cuerpo, sino también para activar mi cerebro y hacer que piense más y más deprisa, aunque sea en teorías absurdas de estas.

Pero incluso después de haber tenido la oportunidad de reflexionar tanto, creo que el hecho de haberme pasado un buen rato mirando por la ventana cuando ni siquiera había amanecido aún, es lo que más ha aportado para que piense que probablemente, la única diferencia que haya entre ellos y nosotros, es que los muertos no tiemblan en días fríos.

domingo, 5 de octubre de 2008

El mundo a través de una canica


Recién llegado el otoño, resulta una maravilla poder contemplar desde un banco de madera cómo comienza el sol a dorar las finas hojas de los árboles. Poco falta para que el transcurso de los días vaya consumiendo más y más al astro rey hasta que llegue un momento en el que apenas quiera salir a visitarnos.

Al parecer, los dos pequeños muchachos de apenas seis años de edad que juegan en medio del parque se han percatado de que pronto perderán a ese amigo brillante que tanto les ha acompañado durante el verano, y por ello, intentan aprovechar al máximo el tiempo que les queda a su lado, divirtiéndose con pequeñas y relucientes canicas que el sol hace resplandecer aún más. Desde mi banco puedo ver sus caras inocentes llenas de emoción cada vez que una de las canicas golpea suavemente a otra y sigue girando en una nueva dirección.

Una de esas pequeñas esferas de cristal rueda sin detenerse hasta chocar con mi zapato. Sin saber muy bien por qué, atrae mi atención más de lo que cabría esperar y, al observarla, su brillo atrapa mi mirada, invitándome así a cogerla suavemente entre mis dedos. Es extremadamente ligera y su tacto agradable se acentúa cada vez que la deslizo de manera casi imperceptible por las yemas.

Su sutil calidez logra que mis curiosos ojos se cierren con el único fin de que mi tacto se agudice lo suficiente para deleitarme aún más con el extraño objeto. Pero al volver a abrirlos ya nada es igual.

Toda la explanada que se extiende ante mí comienza a derretirse hasta formar un fluido de tono turbio y verdoso a causa de la mezcla de tierra y vegetación. A medida que se liquida, su espesor se diluye y adquiere un intenso matiz azul. Justo en el lugar en el que se encuentran los jóvenes muchachos se perfora el recién formado océano con un remolino descomunal cuyo fondo parece ser un abismo infinito. Ambos niños intentan de forma enérgica nadar a contracorriente para que el vacío que hay tras ellos no consiga devorarlos, pero uno de ellos, el más rezagado pierde sus fuerzas y se ve arrastrado al interior del desagüe oceánico. El pánico es fácilmente perceptible en la cara de su compañero que aún lucha con todas las fuerzas que le quedan contra el mar, aunque no son suficientes. Poco a poco siente como el vacío comienza a extenderse bajo sus pies; pronto todo su cuerpo se precipitará.

En ese instante en que lo cree todo perdido algo lo aferra de la muñeca; algo casi como una mano, pero más fría, más áspera y más firme. En un acto reflejo, el muchacho se apresura a sacar la otra mano del agua para sujetarse mejor a esa rama que lo acaba de atrapar como si no fuese más que un pececillo indefenso. Ésta lo impulsa fuera del agua con tal vigor que la propia velocidad del aire consigue que las ropas del chico estén completamente secas antes de aterrizar en la copa de un árbol. El robusto tronco es la única tierra firme que se consigue atisbar en el ancho océano, aunque parece completamente imposible que sus raíces estén unidas a algo.

El aire se agita cada vez con más intensidad hasta llegar a convertirse en viento y es entonces cuando el joven decide que ya es hora de abandonar su improvisado islote. Se aproxima lo máximo posible a la punta de una rama donde aún las ráfagas no han conseguido arrancar todas las hojas y se monta con mucho cuidado en una de ellas, dejando que la ventisca haga el resto. Por fin su plataforma verde se desprende del árbol para comenzar a planear hacia el horizonte, donde las aguas han recuperado su tranquilidad.

Mientras viaja hacia ninguna parte, no puede evitar mirar atrás para fijarse en la boca del océano que prácticamente lo devora y que ahora se rellena de agua desde su interior. Pero no es únicamente agua lo que regurgita el océano; del centro del agujero casi cerrado emerge una figura que se mantiene firme sobre su extraño soporte. Desde su hoja el joven muchacho no puede contener una sonrisa de asombro y felicidad al comprobar que no es otro que su compañero a lomos de una balsa gigante de tortugas. Pronto el capitán del navío acorta distancias hasta alcanzar a su amigo y ambos continúan el viaje dirigido por el viento.


No pasa demasiado tiempo hasta que en el horizonte aparece una pequeña mota que va aumentando de tamaño conforme se acercan a ella. Una playa de la más fina arena les da la bienvenida a la isla llena de exuberante vegetación que impide ver lo que hay más allá de los primeros árboles. Allí, al comienzo del bosque, les esperan un par de aves de picos dorados; éstas se inclinan ligeramente con gesto elegante, invitando a los dos aventureros a subirse a su espalda. Una vez arriba, cada muchacho se aferra firmemente a las plumas del cuello de sus improvisados medios de transporte y antes de poder mirarse si quiera una vez, ambos pájaros echan a volar de forma vertiginosa a través del bosque. El paisaje se convierte en poco más que un borrón debido a la creciente velocidad hasta que de repente y sin previo aviso se paran en seco en una explanada justo en el corazón de la espesura.

En el medio del insignificante claro se apilan unos cuantos pedruscos grises, dando forma a una pequeña y fría morada. No tiene puerta, sólo una manta colgada que evita que se vea el interior. Uno de los jóvenes la desplaza con cuidado para poder entrar seguido por su compañero.

En una esquina crepita suavemente un fuego azul y cálido que se encarga de iluminar la estancia; a su lado, una figura lo alimenta con pequeñas ramas secas, pero se gira hacia la entrada al oír a sus inesperados invitados. Las tres figuras se aproximan y dos de ellas extienden las manos; una para dar algo, y la otra para recibir ese objeto, pero en ese momento en el que la pequeña pieza se suelta de su amo el fuego centellea con más energía y el objeto, aún en el aire, expulsa todo el brillo reflejado de las llamas, consiguiendo cegar por unos instantes a todos los presentes.

Pestañeo un par de veces y me sorprende darme cuenta de que tengo a uno de los niños justo delante de mí, a menos de dos metros, sonriéndome pero a la vez con una mirada un tanto perpleja al no entender por qué tardo tanto en devolverle su preciado tesoro.
La diminuta esfera continúa brillando con la misma intensidad que antes, quizá esperando a una nueva persona a la que poder abrirle las puertas de la fantasía.

Cierro los ojos un instante y al abrirlos me quedo observando cómo el joven muchacho vuelve alegremente al encuentro de su compañero de juego para poder vivir mil nuevas aventuras más.

Sonrío permitiendo a los escasos rayos de hoy que bañen mi cara y dejo que mi mente siga volando hacia algún lugar desconocido. Al fin y al cabo, puede que el mundo que realmente esté del derecho sea ese que vemos a través de una pequeña canica.