“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

martes, 23 de diciembre de 2008

Addio viaggiatore

A menudo un viajero se enamora de la ciudad que visita, pero ¿cuántas veces se enamora una ciudad de su viajero?


Siempre a esta hora te asomas para deleitarte con el gran festín del horizonte, devorar al sol y como si de un ritual se tratara, posas tu mirada en cada farola, las velas que acompañarán tan suculento banquete. Las altas farolas…buen lugar sobre el que reflejar mis ojos y así poder observarte, igual que cada noche, detrás de tu ventana. Pero tú nunca me ves, lo sé, porque siempre fluctúo de una luz a otra, cuando te fijas en una yo ya me he escondido en la siguiente. Si me descubrieses, ¿cómo podría explicarte los motivos por los que tu propia ciudad te espía cuando cae la noche?

Hoy pareces inquieto, algo te come por dentro y no sé lo que es. Normalmente permites al humo que sale de tus pulmones llevar consigo información sobre las cosas que te preocupan, tus ideas, pensamientos…recoger ese humo, junto con tus conversaciones con el mar, han sido siempre la manera más eficaz que he tenido para poder saber qué te pasaba y tratar así, mi querido viajero, de hacer cuanto estuviese en manos de esta vieja ciudad para que te sintieses mejor. Pero no, hoy no me has dado ni una sola pista de tus dudas.

Ya ha muerto el día, ni siquiera le has prestado atención a uno de tus espectáculos favoritos, y has dejado que se consuma gran parte del cigarro que has apoyado sobre el alféizar, sin apenas haberlo probado. Miras el reloj, parece que ya es la hora, pero ¿la hora de qué? Te giras y desapareces de la ventana, veo cómo la luz de la habitación se apaga. ¿Será que te fuiste a dormir? Si es así, sabes que acomodaré la noche para que nadie perturbe tus sueños. No estoy segura de dónde estás y lo reconozco, eso me inquieta.

No han pasado ni cinco minutos, que una figura sale de tu portal cargado con varios bultos a su espalda; el hecho de que no le pueda ver la cara por la oscuridad y que esté pendiente de si vuelves o no a la habitación, consiguen que realmente no preste demasiada atención a esa persona. Pero la luna, dichosa luna, siempre tan amiga y sincera, alumbra su cara… y un rostro conocido aparece…¿tú?...sí, tú intentando arreglártelas como puedes para cargar con una mochila y una maleta llena de objetos. Una vez que has conseguido colocar el equipaje de forma que lo puedas llevar relativamente cómodo comienzas a caminar con decisión, echando una mirada rápida primero a tu ventana y después a la luna.

Esto me ha pillado tan de sorpresa que para cuando he podido reaccionar ya te habías alejado varios metros. Me muevo de farola en farola lo más veloz posible, intentando atajar por algún camino, pero sin conseguir adelantarme a tus movimientos. Te detienes delante de la estación de trenes…me quedo expectante, pensando…tomarás el tren al centro de la ciudad, ¿cómo no se me pasó antes por la cabeza? Tendría que haberlo sabido, es uno de los mejores métodos para salir de aquí.

Me desvanezco de la farola para reflejarme sobre el cristal del tren, quiero comprobar que has subido a él, aunque eso conlleve el riesgo de que me veas. Vuelvo a desaparecer del vagón una vez que ha comenzado a andar. Sé que no tengo mucho tiempo, quizá una hora escasa para poder detenerte; me odiarás por esto, lo sé y lo siento, pero viajero, no te puedo dejar marchar. Siento cómo lo raíles vibran sobre mi suelo, oigo el ruido, noto la velocidad…¿cómo pararte sin hacerte daño? El viento, sí, al menos tengo que intentarlo. Es un gran amigo, me ayudará si se lo pido. Comienzan a crearse pequeños remolinos en las calles y en menos de un minuto las ráfagas son espeluznantes, pero nadie sabe que justo en el túnel que ahora mismo engulle a tu vagón el viento es aún más fuerte, es casi como un titán con las manos apoyadas en la parte frontal del tren, intentando que frene.

Maldita sea, no ha conseguido más que retrasarte unos minutos, lo suficiente para que pierdas tu próximo transporte, pero algo me dice que ni eso te retendrá esta noche, estás decidido a llegar a tu destino, sea cual sea. Rápidamente sales de la estación, intentando aún mantener en equilibrio todo tu equipaje. Es mi última oportunidad, después de esto no sé ni cómo podré volver a mirarte a los ojos, pero el miedo de no volver a verlos es mucho más fuerte. Afilo mis uñas, invisibles para ti y el resto de mis habitantes, y las clavo en una comisura de tu mochila para que cuando sigas caminando ésta se rasgue. No te das cuenta de que la tela se ha roto hasta que la colisión de un par de objetos contra el suelo te ha alertado. Los recoges mientras compruebas que no están rotos y, visiblemente malhumorado, comienzas a hacer malabares con la mochila y la maleta para poder continuar tu camino sin más incidentes.

Estás furioso, ¿conmigo quizá? No estoy segura. Pero aún así sigues caminando. Dios, ¿por qué? ¿Qué demonios es eso tan importante que te aguarda? Tanta decisión sólo puede significar una cosa, que pase lo que pasa, da igual lo que se me ocurra hacer, tú seguirás andando. Resulta desesperante, ¿qué hacer? Si ni siquiera sé por que o quién me abandonas; si no me puedo hacer a la idea de que otra ciudad te acoja, te cuide y se refleje en tus ojos cuando llegan tus momentos más felices. Supongo que lloraría si mis ojos reales, pero no lo son; soy sólo un mar con su paseo, unas calles mal asfaltadas, que la mayoría del tiempo acaban empapadas por culpa del temporal. ¿Cómo vas a preferir tú, mi estimado viajero, a esta ciudad antes que a cualquier otra en la que luzca el sol siempre en lo alto?

Parece que las nubes han visto mi llanto invisible y han decidido llorar por mí. Poco a poco finas gotas de agua comienzan a calar el asfalto, mis habitantes y a ti. Echas a correr como puedes, supongo que con la esperanza de que no resbalar y terminar con todo el equipaje por el suelo. Ya no sé si he dejado de observarte y sólo pienso o si he dejado de pensar y sólo te observo, pero a medida que te alejas por la calle principal recuerdo tantas cosas que a partir de mañana ya no pasarán.

Yo te he obsequiado cada día con los mejores bancos de todo el paseo para que pasaras allí las tardes con tu viejo cuaderno de notas, varios cigarrillos y poco más. Cuántas horas has invertido observando al mar, permitiendo que la sal y el humo invadiesen tus pulmones y así poder captar imágenes y sonidos que diesen forma a las frases que escribías sobre papel. Pero de lo que nunca te diste cuenta es que cada vez que agachabas la mirada para posarla sobre el cuaderno, yo me valía del mar para reflejar mis ojos y observarte, mi querido viajero.

Ya no disfrutaré de tu compañía cada noche cuando salías a correr de madrugada y me inquietaré al no saber si tu nueva ciudad también hace brillar las farolas para que, cada vez que atajes por el bosque, sepas siempre dónde está la carretera principal que te llevará de vuelta a casa.

Te detienes, exhausto y completamente empapado, frente a la gran estación de autobuses que permitirán que te alejes de mí para siempre. Pese a la hora que es hay bastante gente, personas que se van y familiares que los despiden. Y a ti viajero ¿quién te despide? La pequeña gran ciudad que ha intentado cuidarte todo este tiempo y ni siquiera lo sabes. Buscas entre todos los autobuses el que te llevará a tu destino, hasta que finalmente lo encuentras allí agazapado en una esquina, con el maletero abierto invitándote generosamente a que por fin tus hombros dejen todo el peso que llevan y descansen.

Subes al autobús, sigues el pasillo hasta encontrar un asiento que sea más o menos de tu agrado hacia el final del vehículo y te acomodas en el asiento del lado de la ventanilla, mirando a través de ésta. No estoy muy segura de si me miras a mí en forma de despedida o si simplemente tienes la mirada perdida y la mente puesta ya fuera de aquí. Y lo único que me queda claro es que cuando la última de esas lágrimas se haya evaporado, ya no quedarán restos de mi alma en ti.