“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

jueves, 3 de junio de 2010

Una vela prendida en el alféizar

Anoche desperté en medio de la madrugada con la sensación de haber estado, hasta hacía medio segundo, en un lugar perfecto.

Escuché el mar; el suave sonido de las olas lamía mis oídos desde algún rincón alejado en el mundo de mi imaginación. Me estaban llamando, gritando mi nombre para que regresara con ellas y no me volviese a escapar jamás de su lado, y por algún extraño motivo que no alcanzaba a comprender, yo también quería regresar. Me levanté lo más rápido que pude, aún escuchando sus lamentos en mi cabeza; no deseaba hacerlas esperar más, así que abrí la ventana de par en par, sabía que la luna les transmitiría el mensaje y me vendrían a buscar.

Pero entonces las percibí. Un par de pequeñas gotas silenciosas acurrucadas en mis labios, solas, heladas de frío y temblorosas; no pude evitar acariciarlas con la lengua esperando aliviar su malestar. Ambas eran saladas, pero nada más saborearlas supe que no procedían de la misma fuente. Una poseía la frescura y la libertad del mar al anochecer, mientras que la otra concentraba en sí todo el dolor y angustia que se pueda destilar de una persona, era una lágrima que había escapado de algún alma enganchada en las estacas de hielo que produce el vacío.

Es entonces cuando conseguí comprenderlo. No quería que las olas me rescatasen para volver con ellas, deseaba que me llevasen al mar en el que había estado hasta justo antes de despertar; un mar en el que me había dejado algo demasiado importante como para ser incapaz de no regresar a buscarlo.

Pero las olas no vinieron y yo desconocía el camino. Malditas celosas. Aunque pronto dejó de importar ya que el viento, siempre amigo, se apiadó de mí haciendo soplar retales de sueños. En ese momento sentí la calidez en una de mis manos, que hasta entonces se me había pasado por alto, y al observarla advertí el eco de una caricia enlazándose entre mis dedos.

No pude evitar sonreír, posar la otra mano con cuidado sobre esa caricia y aguardar esperanzada a que la luna tatuara ese roce con trazas de plata en un dorso ajeno al mío; el mismo dorso que de seguro estaría buscando en esos momento un camino de vuelta a mis ojos. Así que decidí facilitarle la búsqueda dejando una vela prendida en el alféizar para que la luz lo orientase hasta mi ventana. Y si por casualidad unas olas celosas decidieran apagarla, dejé tallado en su humo un mensaje que el viento se encargaría de que llegase hasta sus sueños, imitando en susurros mi voz: “Deja que esta noche guíe yo el sueño, te ayude a sortear las olas furibundas y que así sólo quede un inmenso mar en calma en el que podamos despertar los dos.”