“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

domingo, 5 de octubre de 2008

El mundo a través de una canica


Recién llegado el otoño, resulta una maravilla poder contemplar desde un banco de madera cómo comienza el sol a dorar las finas hojas de los árboles. Poco falta para que el transcurso de los días vaya consumiendo más y más al astro rey hasta que llegue un momento en el que apenas quiera salir a visitarnos.

Al parecer, los dos pequeños muchachos de apenas seis años de edad que juegan en medio del parque se han percatado de que pronto perderán a ese amigo brillante que tanto les ha acompañado durante el verano, y por ello, intentan aprovechar al máximo el tiempo que les queda a su lado, divirtiéndose con pequeñas y relucientes canicas que el sol hace resplandecer aún más. Desde mi banco puedo ver sus caras inocentes llenas de emoción cada vez que una de las canicas golpea suavemente a otra y sigue girando en una nueva dirección.

Una de esas pequeñas esferas de cristal rueda sin detenerse hasta chocar con mi zapato. Sin saber muy bien por qué, atrae mi atención más de lo que cabría esperar y, al observarla, su brillo atrapa mi mirada, invitándome así a cogerla suavemente entre mis dedos. Es extremadamente ligera y su tacto agradable se acentúa cada vez que la deslizo de manera casi imperceptible por las yemas.

Su sutil calidez logra que mis curiosos ojos se cierren con el único fin de que mi tacto se agudice lo suficiente para deleitarme aún más con el extraño objeto. Pero al volver a abrirlos ya nada es igual.

Toda la explanada que se extiende ante mí comienza a derretirse hasta formar un fluido de tono turbio y verdoso a causa de la mezcla de tierra y vegetación. A medida que se liquida, su espesor se diluye y adquiere un intenso matiz azul. Justo en el lugar en el que se encuentran los jóvenes muchachos se perfora el recién formado océano con un remolino descomunal cuyo fondo parece ser un abismo infinito. Ambos niños intentan de forma enérgica nadar a contracorriente para que el vacío que hay tras ellos no consiga devorarlos, pero uno de ellos, el más rezagado pierde sus fuerzas y se ve arrastrado al interior del desagüe oceánico. El pánico es fácilmente perceptible en la cara de su compañero que aún lucha con todas las fuerzas que le quedan contra el mar, aunque no son suficientes. Poco a poco siente como el vacío comienza a extenderse bajo sus pies; pronto todo su cuerpo se precipitará.

En ese instante en que lo cree todo perdido algo lo aferra de la muñeca; algo casi como una mano, pero más fría, más áspera y más firme. En un acto reflejo, el muchacho se apresura a sacar la otra mano del agua para sujetarse mejor a esa rama que lo acaba de atrapar como si no fuese más que un pececillo indefenso. Ésta lo impulsa fuera del agua con tal vigor que la propia velocidad del aire consigue que las ropas del chico estén completamente secas antes de aterrizar en la copa de un árbol. El robusto tronco es la única tierra firme que se consigue atisbar en el ancho océano, aunque parece completamente imposible que sus raíces estén unidas a algo.

El aire se agita cada vez con más intensidad hasta llegar a convertirse en viento y es entonces cuando el joven decide que ya es hora de abandonar su improvisado islote. Se aproxima lo máximo posible a la punta de una rama donde aún las ráfagas no han conseguido arrancar todas las hojas y se monta con mucho cuidado en una de ellas, dejando que la ventisca haga el resto. Por fin su plataforma verde se desprende del árbol para comenzar a planear hacia el horizonte, donde las aguas han recuperado su tranquilidad.

Mientras viaja hacia ninguna parte, no puede evitar mirar atrás para fijarse en la boca del océano que prácticamente lo devora y que ahora se rellena de agua desde su interior. Pero no es únicamente agua lo que regurgita el océano; del centro del agujero casi cerrado emerge una figura que se mantiene firme sobre su extraño soporte. Desde su hoja el joven muchacho no puede contener una sonrisa de asombro y felicidad al comprobar que no es otro que su compañero a lomos de una balsa gigante de tortugas. Pronto el capitán del navío acorta distancias hasta alcanzar a su amigo y ambos continúan el viaje dirigido por el viento.


No pasa demasiado tiempo hasta que en el horizonte aparece una pequeña mota que va aumentando de tamaño conforme se acercan a ella. Una playa de la más fina arena les da la bienvenida a la isla llena de exuberante vegetación que impide ver lo que hay más allá de los primeros árboles. Allí, al comienzo del bosque, les esperan un par de aves de picos dorados; éstas se inclinan ligeramente con gesto elegante, invitando a los dos aventureros a subirse a su espalda. Una vez arriba, cada muchacho se aferra firmemente a las plumas del cuello de sus improvisados medios de transporte y antes de poder mirarse si quiera una vez, ambos pájaros echan a volar de forma vertiginosa a través del bosque. El paisaje se convierte en poco más que un borrón debido a la creciente velocidad hasta que de repente y sin previo aviso se paran en seco en una explanada justo en el corazón de la espesura.

En el medio del insignificante claro se apilan unos cuantos pedruscos grises, dando forma a una pequeña y fría morada. No tiene puerta, sólo una manta colgada que evita que se vea el interior. Uno de los jóvenes la desplaza con cuidado para poder entrar seguido por su compañero.

En una esquina crepita suavemente un fuego azul y cálido que se encarga de iluminar la estancia; a su lado, una figura lo alimenta con pequeñas ramas secas, pero se gira hacia la entrada al oír a sus inesperados invitados. Las tres figuras se aproximan y dos de ellas extienden las manos; una para dar algo, y la otra para recibir ese objeto, pero en ese momento en el que la pequeña pieza se suelta de su amo el fuego centellea con más energía y el objeto, aún en el aire, expulsa todo el brillo reflejado de las llamas, consiguiendo cegar por unos instantes a todos los presentes.

Pestañeo un par de veces y me sorprende darme cuenta de que tengo a uno de los niños justo delante de mí, a menos de dos metros, sonriéndome pero a la vez con una mirada un tanto perpleja al no entender por qué tardo tanto en devolverle su preciado tesoro.
La diminuta esfera continúa brillando con la misma intensidad que antes, quizá esperando a una nueva persona a la que poder abrirle las puertas de la fantasía.

Cierro los ojos un instante y al abrirlos me quedo observando cómo el joven muchacho vuelve alegremente al encuentro de su compañero de juego para poder vivir mil nuevas aventuras más.

Sonrío permitiendo a los escasos rayos de hoy que bañen mi cara y dejo que mi mente siga volando hacia algún lugar desconocido. Al fin y al cabo, puede que el mundo que realmente esté del derecho sea ese que vemos a través de una pequeña canica.

3 comentarios:

JUANAN URKIJO dijo...

Feliz ensimismamiento el que desdibuja tus percepciones para hacerte soñar una historia tan bien narrada, perdida en la observación de una canica.
Creo que el mundo admite que se lo mire a través de esos filtros. Para eso existe la fantasía, para eso también están los sueños.

Va un beso cruzando Altube.

maria varu dijo...

Querida Clair, a pesar de saber tu prodigiosa fantasía e imaginación me sigues sorprendiendo.
Hermoso relato, fantasiosa abertura y aventura la que te ofrece el tacto de una canica. ¿Cuántos mundos nos pueden abrir la más insignificante de las cosas?

Un abrazo Clair.

Anónimo dijo...

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