“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La fiesta de las maravillas (Parte 3)

Entre pensamiento y pensamiento, me centré en un débil sonido que no sabía muy bien de donde venía, pero que era lo más parecido a un reloj que había escuchado en aquel lugar. Me centré en él, con la taza en las manos y los ojos cerrados, hasta que durante un momento dejé de oírlo; al segundo siguiente me sobresalté al escuchar el sonido del cuco de algún antiguo reloj avisando de las horas en punto. Rápidamente abrí los ojos y me fijé en el camarero por si me podía dar algún dato sobre qué hora era y cuánto llevaba allí, pero antes siquiera de tener tiempo de levantarme e ir a preguntarle, se multiplicó en dos. Así de fácil, de la sombra que me había hecho sonreír, salió de repente otra más, también vestida con chaleco, camisa y pantalones; esta nueva figura se acercó a la barra, cogió una bandeja y comenzó a pasear por la estancia como si estuviese llena de gente que atender. La primera sombra seguía inmóvil, aunque enseguida entendí por qué, le estaban saliendo más clones de la espalda y todos ellos acababan haciendo lo mismo, acercarse a la barra, coger una bandeja y dirigirse a trabajar.

Estaba demasiado sorprendida como para acordarme de que quería preguntar la hora y en mi mente se estaba formando la idea de que, efectivamente, había llegado demasiado pronto y que la fiesta empezaba justo ahora. Pensé en ir al baño antes de que empezase a llegar gente y lo abarrotasen, así que me acerqué a uno de los camareros para preguntar dónde estaba, pero no abrí la boca, lo cierto es que ni siquiera sabía si me iba a entender o a escuchar, no sabía ni si podía hablar para responderme. No hizo falta, no sé si era demasiado obvio a dónde quería ir o si para compensar el posible hecho de no hablar sabía leer la mente o algo, pero el caso es que tras dedicarme una sonrisa igualmente blanca y brillante que la de su compañero, me señaló amablemente una pequeña puerta en la que antes no había reparado, situada en una esquina. Le devolví la sonrisa a modo de agradecimiento y me dirigí allí. Nada más abrir la puerta algo saltó sobre mí y me empujó de tal manera que casi hizo que cayera al suelo. Me giré mientras me quejaba en voz baja, pero en cuanto lo vi, enmudecí.

En el suelo, apoyado sobre las dos patas traseras se erguía un animal de pelaje corto y marrón, aunque en algunas partes se dejaban ver motitas blancas, como si alguien lo hubiese salpicado con pintura; tenía unas orejas largas y puntiagudas que eran más grandes que su cabeza y unos ojos diminutos como canicas, completamente negros. Lo más curioso de todo es que iba vestido y no de cualquier forma, sino con traje y la forma de éste se parecía mucho al de trajes ingleses y antiguos de los 50. Hubiera jurado que no era más que un muñeco con apariencia de conejo de no haber sido porque se movía sin parar apoyándose primero en un pie y luego en el otro, como si bailase. Parecía tremendamente contento y aún lo estuvo más en cuanto sacó del bolsillo del traje un pequeño reloj dorado y miró la hora; empezó a saltar como loco, dando vueltas sobre sí mismo y sin reparar en absolutamente nadie. “Umm…disculpe…¿podría decirme qué hora es?” fueron las únicas palabras que consiguieron hacerse paso por mi garganta. El animal se me quedó mirando con esos ojos negros, aparentaba estar muy extrañado y contrariado, como si fuese algo raro que yo pudiese hablar. Se lo pregunté una vez más al mismo tiempo que intenté agarrarlo para que estuviese quieto y dejara de botar, me ponía realmente nerviosa, no sé cómo Alicia nunca perdió los papeles.

Dio un salto hacia atrás para que no lo pudiese atrapar y tras soltar un sonido agudo que supuse que serían risas, levantó la cabeza hacia mí para contestar: “Nos sal zeid, ydalim. Aroh ed esritrevid”. En cuanto pronunció la primera palabra dejé de atender a las siguientes ya que, si ya era raro que un conejo vistiese de traje, tuviese un reloj y supiese hablar en algún idioma incomprensible, aún más extraño era que cada palabra que decía saliese escrita de su boca con caligrafía típica de siglos anteriores, no del nuestro, puesto que poseía muchas curvas y adornos. En cuanto el término acababa de escribirse, éste levitaba ligeramente y paseaba por la estancia como si de una pluma se tratara. El resto de palabras siguieron a la primera, no podía dejar de seguirlas con la mirada, observarlas en la realidad y en los reflejos, de modo que parecía que hubiese miles de frases flotando en el aire. Los espejos llamaron mi atención, la oración real era diferente a las reflejadas, ahora sí que podía comprender las palabras que había formulado el gamusino. “Son las diez, milady. Hora de divertirse.”.

Pronto se dio cuenta de que había logrado comprender sus palabras, por lo que siguió hablando y yo atenta a los espejos, a la espera de la traducción: “Los invitados estarán a punto de llegar, humanos…siempre llegan tarde. Nos esperan cinco horas de baile, comida y fiesta”. Hice los cálculos rápidamente. “Entonces la fiesta dura hasta las tres de la madrugada, ¿no es así?” dije. Pese a que sus ojos eran muy pequeños, quedó claro que estaban abiertos como platos después de escuchar mi comentario. “¿A las tres de la madrugada? Usted se ha vuelto loca señorita, ¿cómo pretende que estemos aquí diecinueve horas seguidas? No, no, no, a las cinco de la tarde daremos por concluido el festejo.”. No me molesté ni en hacer las cuentas, aquello era completamente incoherente, pero algo me impulsó a preguntar “¿Sería tan amable de volver a decirme la hora, por favor?”. La consulta pareció irritarle un poco, pero aún así sacó su reloj y tras mirarlo dos segundos dijo “las diez menos diez”. Genial, por si no era raro todo lo que ocurría en este lugar, ahora resultaba que las manecillas se movían hacia la izquierda en vez de la derecha.

Tenía ganas de preguntar muchas más cosas, pero en ese momento todos los camareros que estaban paseando por el local se pararon en seco, levantaron su mano derecha y la abrieron a la vez, para dejar así libres una inmensa cantidad de mariposas de diferentes colores que se dedicaron a iluminar el lugar como si fuesen pequeñas estrellas en el cielo. El gamusino se emocionó tanto que comenzó a saltar de un lado a otro sin parar, pero siempre dando saltos hacia atrás, de modo que en un par de ocasiones se chocó con algún camarero, haciendo que las bebidas de colores brillantes se desparramasen por todo el suelo. Pareció no importarles, quizá ya estaban acostumbrados a la presencia de semejante personaje y simplemente lo ignoraban. Uno de los saltos hizo que el conejo aterrizase sobre el escenario, en ese momento la luz de un foco que no existía le apuntó para que se le viese bien y comenzó a hablar emocionado. Los camareros no necesitaban leer las traducciones, simplemente le miraban y escuchaban; yo sin embargo deseaba tener más ojos, para verlo todo, las mariposas, las traducciones, las palabras que aparecían de su boca… “Por fin es hora de que empiece la fiesta” leí “les presento a nuestra banda particular”.
Todos los camareros sonrieron y comenzaron a aplaudir mientras que los instrumentos que había sobre el escenario se iluminaban. Vi como algunas teclas del piano se movían, como si alguien las estuviese pulsando, pero no había nadie. El arco que antes permanecía al lado del chelo, estaba ahora rasgando las diferentes cuerdas del instrumento; incluso el contrabajo y demás aparatos sonaban sin que nadie los controlara. Las mariposas que habían soltado los camareros revoloteaban por el aire al compás de la música de la banda y bailaban con el gamusino que, una vez fuera del escenario, danzaba alegremente por todo el suelo.

1 comentario:

maria varu dijo...

ahora seguí con rasgos del cuento de Alicia...