“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

viernes, 11 de septiembre de 2009

La fiesta de las maravillas (Parte Final)

Me gustaba el sonido, era alegre y entusiasta, aunque no me convencía del todo, quizá para mi gusto resultaba demasiado ruidosa, quería algo alegre sí, pero un poco más suave. Mi mente imaginó la armonía, decidí que la melodía la tenía que llevar un instrumento que resultase muy ligero y que a él se le unirían poco a poco el resto. Apenas me dio tiempo a terminar la composición en mi mente cuando el piano de la banda ya empezaba a tocar la pequeña introducción que había diseñado para la pieza y seguido sonó la melodía, interpretada por una flauta. No recordaba haber visto ninguna sobre el escenario y es más, por más que la buscaba no conseguía encontrarla, hasta que de detrás del tablado apareció alguien con una flauta entre las manos. Cuando el foco le iluminó a él también, mi cabeza ni se molestó en sorprenderse, ya había visto tantas y tantas cosas, que sabía perfectamente que allí podía pasar de todo. No era humano, eso seguro, estaba hecho más bien de madera o eso parecía desde mi posición y la flauta que era del mismo material, la tenía pegada a la cara, más concretamente a donde debería estar su nariz. Esa especie de primo-hermano de Pinocho había convertido su larga nariz en una flauta, que emitía mejor sonido que cualquiera que hubiese escuchado hasta entonces. Nadie aparentaba extrañarse lo más mínimo, era como si todo aquello sucediese tan a menudo que ya estaban completamente acostumbrados.

En cuanto concluyó mi composición cambiaron de forma radical el estilo. Pasaron de la tranquilidad y la dulzura a algo más agresivo y oscuro, tanto que me recordó a una tormenta llena de lluvia, relámpagos y truenos. Noté algo frío y húmedo que caía sobre mi cabeza, lo que hizo que levantara la vista para observar el techo. Seguía forrado de espejo al igual que el resto de la habitación, pero el fondo exhibía un cielo negro y enfadado, lleno de nubes que dejaban caer, cada vez de manera más copiosa, las pequeñas gotas de lluvia que me salpicaban. Los truenos y relámpagos de aquel reflejo siempre coincidían con el choque de platillos de la banda, como si fuesen un adorno visual de la música. Poco a poco el suelo se fue inundando, pero era como si sólo yo me diese cuenta de que cada vez el agua estaba un poco más por encima de mis tobillos.

De repente el suelo sólido de debajo de mis pies desapareció y caí dentro del agua. Sabía nadar, así que al principio no me asusté demasiado, pero pronto sentí que no importaba cuánto agitase las piernas para flotar, no servía de nada y continuaba hundiéndome. A medida que me tragaba el agua, veía como me miraban desde la superficie los camareros, el gamusino, el primo-hermano de Pinocho e incluso el gato persa que no sé dónde se había escondido hasta el momento, pero en sus ojos no había ninguna señal de que me fueran a tender una mano, simplemente sonreían y se despedían con la mano.

Según iba naufragando sus figuras se fueron haciendo cada vez más y más pequeñas hasta que dejé de verlas por completo. Había empezado a pensar que aquella masa de agua no tenía fondo, pero entonces noté que mis pies dejaban de estar en contacto con líquido y pasaban a algo gaseoso. Pronto todo mi cuerpo salió del agua y cayó rápido pero con suavidad, hasta detenerse envuelto por una masa azul de gas. Estaba como flotando, resultaba todo muy curioso, así que miré hacia todas las direcciones posibles para hacerme una idea de dónde estaba. Supongo que la forma más fácil de describirlo sería diciendo que el mar era el cielo y el cielo era el mar, ya que sobre mi cabeza podía observar el volumen de agua desde el que había resbalado, y bajo mis pies y a todos los lados sólo había aire con el fondo azul celeste.

Traté de desplazarme a nado (si se le puede llamar así), pero el movimiento resultaba muy lento y además tampoco sabía hacia dónde dirigirme puesto que todo lo que me rodeaba era del mismo color. En algún punto añil del horizonte invertido atisbé una pequeña mota de luz al mismo tiempo que mis oídos captaba un silbido lejano. Poco a poco la partícula de luz se convirtió en un farolillo que guiaba a su góndola para no perderse en el ancho cielo y al parecer, el silbido provenía del gobernante que la dirigía. En cuanto la embarcación estuvo lo suficientemente próxima a mí, me percaté que el gondolero era idéntico a los camareros que había en la fiesta, pero en vez de camisa y chaleco, vestía con una camiseta de rayas blancas y negras. Me tendió su mano etérea, aunque al agarrarla parecía casi tan sólida como la mía, y me impulsó hacia dentro de la góndola. No habló, simplemente sonrió con esa sonrisa brillante que ya conocía, y continuamos el viaje hacia ninguna parte mientras él seguía silbando. Me sonaba la melodía, así que no tardé demasiado en descubrir que se trataba del Bolero de Ravel, y ya que la conocía, y no esperaba que mi compañero conversase demasiado, me uní a sus silbidos.

Empezaba a refrescar considerablemente, además el hecho de tener el pelo y la ropa aún húmedos no ayudaba demasiado. Proseguimos el viaje, que pese a ser agradable y tranquilo, comenzaba a eternizarse, hasta que llegamos a un pozo de piedra construido sobre el aire. No alcanzaba a ver del todo su interior, pero imaginaba que sería muy muy negro y nada acogedor. Vi que el gondolero con su incansable sonrisa y un gesto de la mano, me invitaba a que me levantara y echase un vistazo a las oscuras profundidades. Lo hice, mis piernas tambalearon un poco al ponerse en pie y asome la cabeza todo lo que pude para ver mejor. Entonces mi compañero de viaje se acercó a mí e inesperadamente me empujó al interior, donde caí y caí sin ver nada más que oscuridad.

Para cuando volví a parpadear, todo lo que estaba a mi alrededor había cambiado, ahora ya estaba en un lugar que conocía, mi casa, mi habitación. Seguía teniendo el teléfono pegado a la oreja y fue cuando sonó el cuarto tono, el último antes de saltar el contestador. “En este momento no puedo atenderte, deja mensaje después de la señal, piiii”. Tardé unos segundos en reaccionar, estaba acariciando las puntas de mi pelo aún húmedo y vi que mi prenda se había tornado de nuevo en mi camisón blanco. Sonreí y no pude decir otra cosa más que “¿Cuándo repetimos?”.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La fiesta de las maravillas (Parte 3)

Entre pensamiento y pensamiento, me centré en un débil sonido que no sabía muy bien de donde venía, pero que era lo más parecido a un reloj que había escuchado en aquel lugar. Me centré en él, con la taza en las manos y los ojos cerrados, hasta que durante un momento dejé de oírlo; al segundo siguiente me sobresalté al escuchar el sonido del cuco de algún antiguo reloj avisando de las horas en punto. Rápidamente abrí los ojos y me fijé en el camarero por si me podía dar algún dato sobre qué hora era y cuánto llevaba allí, pero antes siquiera de tener tiempo de levantarme e ir a preguntarle, se multiplicó en dos. Así de fácil, de la sombra que me había hecho sonreír, salió de repente otra más, también vestida con chaleco, camisa y pantalones; esta nueva figura se acercó a la barra, cogió una bandeja y comenzó a pasear por la estancia como si estuviese llena de gente que atender. La primera sombra seguía inmóvil, aunque enseguida entendí por qué, le estaban saliendo más clones de la espalda y todos ellos acababan haciendo lo mismo, acercarse a la barra, coger una bandeja y dirigirse a trabajar.

Estaba demasiado sorprendida como para acordarme de que quería preguntar la hora y en mi mente se estaba formando la idea de que, efectivamente, había llegado demasiado pronto y que la fiesta empezaba justo ahora. Pensé en ir al baño antes de que empezase a llegar gente y lo abarrotasen, así que me acerqué a uno de los camareros para preguntar dónde estaba, pero no abrí la boca, lo cierto es que ni siquiera sabía si me iba a entender o a escuchar, no sabía ni si podía hablar para responderme. No hizo falta, no sé si era demasiado obvio a dónde quería ir o si para compensar el posible hecho de no hablar sabía leer la mente o algo, pero el caso es que tras dedicarme una sonrisa igualmente blanca y brillante que la de su compañero, me señaló amablemente una pequeña puerta en la que antes no había reparado, situada en una esquina. Le devolví la sonrisa a modo de agradecimiento y me dirigí allí. Nada más abrir la puerta algo saltó sobre mí y me empujó de tal manera que casi hizo que cayera al suelo. Me giré mientras me quejaba en voz baja, pero en cuanto lo vi, enmudecí.

En el suelo, apoyado sobre las dos patas traseras se erguía un animal de pelaje corto y marrón, aunque en algunas partes se dejaban ver motitas blancas, como si alguien lo hubiese salpicado con pintura; tenía unas orejas largas y puntiagudas que eran más grandes que su cabeza y unos ojos diminutos como canicas, completamente negros. Lo más curioso de todo es que iba vestido y no de cualquier forma, sino con traje y la forma de éste se parecía mucho al de trajes ingleses y antiguos de los 50. Hubiera jurado que no era más que un muñeco con apariencia de conejo de no haber sido porque se movía sin parar apoyándose primero en un pie y luego en el otro, como si bailase. Parecía tremendamente contento y aún lo estuvo más en cuanto sacó del bolsillo del traje un pequeño reloj dorado y miró la hora; empezó a saltar como loco, dando vueltas sobre sí mismo y sin reparar en absolutamente nadie. “Umm…disculpe…¿podría decirme qué hora es?” fueron las únicas palabras que consiguieron hacerse paso por mi garganta. El animal se me quedó mirando con esos ojos negros, aparentaba estar muy extrañado y contrariado, como si fuese algo raro que yo pudiese hablar. Se lo pregunté una vez más al mismo tiempo que intenté agarrarlo para que estuviese quieto y dejara de botar, me ponía realmente nerviosa, no sé cómo Alicia nunca perdió los papeles.

Dio un salto hacia atrás para que no lo pudiese atrapar y tras soltar un sonido agudo que supuse que serían risas, levantó la cabeza hacia mí para contestar: “Nos sal zeid, ydalim. Aroh ed esritrevid”. En cuanto pronunció la primera palabra dejé de atender a las siguientes ya que, si ya era raro que un conejo vistiese de traje, tuviese un reloj y supiese hablar en algún idioma incomprensible, aún más extraño era que cada palabra que decía saliese escrita de su boca con caligrafía típica de siglos anteriores, no del nuestro, puesto que poseía muchas curvas y adornos. En cuanto el término acababa de escribirse, éste levitaba ligeramente y paseaba por la estancia como si de una pluma se tratara. El resto de palabras siguieron a la primera, no podía dejar de seguirlas con la mirada, observarlas en la realidad y en los reflejos, de modo que parecía que hubiese miles de frases flotando en el aire. Los espejos llamaron mi atención, la oración real era diferente a las reflejadas, ahora sí que podía comprender las palabras que había formulado el gamusino. “Son las diez, milady. Hora de divertirse.”.

Pronto se dio cuenta de que había logrado comprender sus palabras, por lo que siguió hablando y yo atenta a los espejos, a la espera de la traducción: “Los invitados estarán a punto de llegar, humanos…siempre llegan tarde. Nos esperan cinco horas de baile, comida y fiesta”. Hice los cálculos rápidamente. “Entonces la fiesta dura hasta las tres de la madrugada, ¿no es así?” dije. Pese a que sus ojos eran muy pequeños, quedó claro que estaban abiertos como platos después de escuchar mi comentario. “¿A las tres de la madrugada? Usted se ha vuelto loca señorita, ¿cómo pretende que estemos aquí diecinueve horas seguidas? No, no, no, a las cinco de la tarde daremos por concluido el festejo.”. No me molesté ni en hacer las cuentas, aquello era completamente incoherente, pero algo me impulsó a preguntar “¿Sería tan amable de volver a decirme la hora, por favor?”. La consulta pareció irritarle un poco, pero aún así sacó su reloj y tras mirarlo dos segundos dijo “las diez menos diez”. Genial, por si no era raro todo lo que ocurría en este lugar, ahora resultaba que las manecillas se movían hacia la izquierda en vez de la derecha.

Tenía ganas de preguntar muchas más cosas, pero en ese momento todos los camareros que estaban paseando por el local se pararon en seco, levantaron su mano derecha y la abrieron a la vez, para dejar así libres una inmensa cantidad de mariposas de diferentes colores que se dedicaron a iluminar el lugar como si fuesen pequeñas estrellas en el cielo. El gamusino se emocionó tanto que comenzó a saltar de un lado a otro sin parar, pero siempre dando saltos hacia atrás, de modo que en un par de ocasiones se chocó con algún camarero, haciendo que las bebidas de colores brillantes se desparramasen por todo el suelo. Pareció no importarles, quizá ya estaban acostumbrados a la presencia de semejante personaje y simplemente lo ignoraban. Uno de los saltos hizo que el conejo aterrizase sobre el escenario, en ese momento la luz de un foco que no existía le apuntó para que se le viese bien y comenzó a hablar emocionado. Los camareros no necesitaban leer las traducciones, simplemente le miraban y escuchaban; yo sin embargo deseaba tener más ojos, para verlo todo, las mariposas, las traducciones, las palabras que aparecían de su boca… “Por fin es hora de que empiece la fiesta” leí “les presento a nuestra banda particular”.
Todos los camareros sonrieron y comenzaron a aplaudir mientras que los instrumentos que había sobre el escenario se iluminaban. Vi como algunas teclas del piano se movían, como si alguien las estuviese pulsando, pero no había nadie. El arco que antes permanecía al lado del chelo, estaba ahora rasgando las diferentes cuerdas del instrumento; incluso el contrabajo y demás aparatos sonaban sin que nadie los controlara. Las mariposas que habían soltado los camareros revoloteaban por el aire al compás de la música de la banda y bailaban con el gamusino que, una vez fuera del escenario, danzaba alegremente por todo el suelo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

La fiesta de las maravillas (Parte 2)

En cuanto crucé la puerta todo se iluminó, pero no con luces brillantes que dejasen ver con nitidez el contenido de aquella estancia, sino con una luz tenue de color azul neón que no parecía venir de ninguna parte en concreto, pero que dejaba ver con elegancia y misterio aquel lugar. Me miré, de abajo a arriba; sé lo que hace este tipo de luces, todos los colores que no sean el blanco los torna muy oscuros, casi negros, mientras que el blanco brilla con una intensidad increíble. Y esto lo pude comprobar en mí, mi piel parecía muchísimo más oscura de lo habitual y el camisón blanco parecía ahora una señal luminosa que dijese sin palabras “estoy aquí”. Sólo que ya no era un camisón o no lo aparentaba al menos; quizá fuesen las luces o que mi percepción parecía algo alterada o quizá que realmente la prenda había cambiado, pero ahora se le asemejaba más a un vestido que a una prenda para dormir.

Observé el lugar de la forma más precisa que me lo permitían mis ojos. Las paredes estaban completamente forradas con espejos como si de un estudio de ballet se tratara, incluso el techo lo estaba, pero al mirarlos más detenidamente, resultaban algo curiosos. En todos ellos podía ver mi reflejo sin problema alguno, pero cada uno de los reflejos tenía un fondo diferente que, aunque requerían de mucho esfuerzo para verlos, definitivamente, no pertenecía a nada que estuviese en aquella estancia. Posé mis yemas sobre las de mi imagen y comencé a recorrer las láminas de una en una. En la primera me topé con nada menos que el Coliseo de Roma a mis espaldas, era una imagen casi transparente, apenas perceptible, pero no por ello dejaba de ser hermosa. Al pasar al segundo espejo el coliseo se desvaneció para dejar sitio a una estructura de hierro perfectamente iluminada con focos. A los pies de la Torre Eiffel las aguas del Sena descansaban tranquilamente, si agudizaba el oído parecía incluso que podría llegar a escuchar su murmullo, pero por más que intentase concentrarme no lo conseguí. La tercera y última pared mostraba tras mi reflejo una imagen no tan universal, pero que su mar, el cielo grisáceo y demás detalles dejaban claro que se trataba de algún lugar de por aquí cerca situado en la costa del País Vasco.

No sé cuánto tiempo había transcurrido desde que entré en la estancia, estaba tan maravillada con todo lo que había visto hasta ahora que tardé otro buen rato en darme cuenta que aún no me había fijado realmente en qué había allí dentro. Esparcidas por todo el lugar se podían vislumbrar pequeñas mesas redondas con la suficiente claridad como para no chocarse con ellas; tomé asiento en una de las muchas sillas ya que empezaba a notar cansados los pies, supongo que en gran parte por andar descalza. Apoyé los codos sobre la mesa y desde la comodidad de posar la barbilla sobre las manos, clavé los ojos en aquella mesa.

Aunque parecía madera, algo dentro de mí sabía que no lo era. Paseé el índice por la superficie y al retirarlo algo brillante se había adherido a él. No estoy segura de por qué esa fue mi primera reacción, pero el caso es que me llevé el dedo hasta la punta de la lengua, sabía dulce e increíblemente rico. Probé con la silla en la que estaba sentada…¡ésta también sabía a caramelo! Las mesas de al lado tenían sabores diferentes, pero todos ellos eran de dulces; incluso la enorme puerta, que no recordaba cuándo ni cómo se había cerrado, estaba elaborada del más delicioso de los chocolates. Movida por la curiosidad, me dediqué a degustar todos los muebles que había por allí, fue gracias a esa ruta turística que terminé de ver toda la estancia, descubriendo así, que al fondo había un escenario con varios instrumentos de música, pero sin ningún músico que los hiciese sonar, y cerca de éste había una barra de bar con muchísimas botellas de diferentes colores brillantes en las baldas. El único hueco en el que no se veían botellas, lo ocupaba una máquina italiana de capuchinos que hubiese hecho las delicias de cualquiera, excepto las mías, pues jamás me gustó el café.

Tras la visita turística me paré en medio de la habitación y fue cuando recordé que estaba allí por una fiesta, pero no había nadie, ¿quizá era aún demasiado pronto? ¿Debía esperar a alguien o marcharme ya? Estaba algo cansada, ¿pero si ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí, cómo se supone que iba a salir? Y también estaba algo hambrienta, pese a que había saboreado todos los muebles. Lo cierto es que aquellos pensamientos consiguieron que me entristeciese un poco, sólo quería saber dónde estaba, que alguien me aclarase algo, lo que fuese. En ese momento vi un destello detrás de la barra de bar, no sabía muy bien qué era ni si me lo había imaginado, pero al momento siguiente me di cuenta de que no, no era mi imaginación. Justo en el lugar donde había visto el destello apareció una figura vestida con chaleco y pantalón negros y una camisa blanca que por culpa de la luz azul neón, brillaba más de lo normal.

Se acercó a mí, al principio pensé que no le podía ver la cara por culpa del truco de luces, pero a medida que acortaba distancias me di cuenta que realmente no tenía rostro, sólo era una sombra negra con forma humana y vestida de…¿camarero? No tenía claro cual de los dos sentimientos era más fuerte en mí en aquel momento, si el de extrañeza o el de diversión, pero luego caí en la cuenta, claro, estaba en una fiesta, así que no era una completa locura pensar que podía haber camareros para servir las cosas. Cuando llego hasta mí me di cuenta que me sacaba prácticamente cabeza y media, pero se agachó poniendo a la altura de mis ojos justo la parte de sombra en la que, de haber sido una cara, tendrían que estar los suyos. Me quedé mirando aquella figura, como si realmente la estuviese mirando a los ojos; no sentía miedo, es más, me agradaba no estar completamente sola en este lugar.

De repente aquella sombra sonrió, sonrió de verdad, en el lugar que tendría que estar la boca nació una línea blanca que poco a poco fue curvando las comisuras hacia arriba. Era tal el destello, que me recordó a algún anuncio de la tele en el que apagan las luces y sólo se ve el brillo de los dientes de las personas. Antes incluso de que le diese tiempo a mi mente para cambiar mi estado de ánimo, la sombra levantó su mano y la abrió con suavidad a pocos centímetros de mi cara. De repente aparecieron pequeñas luces centelleantes de muchísimos colores revoloteando entre mi compañero y yo; una de ellas, verde e increíblemente hermosa, se posó sobre su camisa y fue entonces cuando la pude observar con claridad y darme cuenta de que no, no eran simples luces, si no mariposas. Estaba tan maravillada con su espectáculo de colores que no pude contener más la sonrisa, me sentía genial, tranquila y en paz. Las seguí mirando hasta que se esparcieron por toda la habitación y empezó a resultar difícil verlas a todas a la vez. Mi compañero me cogió de la mano, que a pesar de ser una sombra la noté suave y algo sólida, y me llevó hasta la silla donde poco antes había estado sentada. Me dejó allí durante unos segundos para volver a su barra, “tendrá trabajo” pensé, pero al poco rato volvió con una bandeja en la mano derecha y sobre ésta, una taza que dejó sobre mi mesa a la vez que me dedicaba otra sonrisa y se retiraba con tranquilidad.

Olisqueé el contenido antes de decidirme a probarlo. No era alcohol, eso seguro, y un refresco…en una taza seguramente tampoco, así que no me quedó otra más que apoyar los labios sobre la taza y beber. En cuanto mis labios rozaron el líquido, me di cuenta de que el extraño camarero volvía a sonreír, sabía que me iba a gustar, vaya que si lo sabía. Era chocolate de beber, caliente pero sin llegar a quemar, dulce pero no empalagoso y después de cada trago no me entraba sed. Me lo tomé con tranquilidad mientras le contemplaba trabajar, por más que bebía parecía no terminarse nunca y después de todo lo que había pasado desde que llegué allí, era más que probable que fuese eso, que realmente no se acabase nunca por mucho que bebiera.

domingo, 6 de septiembre de 2009

La fiesta de las maravillas (Parte 1)

A Leire, gracias por la fiesta.


“Monto una fiesta en mis sueños esta noche, el que se apunte que me dé un toque.”

Ya me había puesto el camisón y estaba a punto de apagar el ordenador para irme a la cama cuando reparé en el mensaje. Una fiesta en sueños, ¿eh? Bueno, por qué no, podría resultar divertido. Dejé que el PC terminara de apagarse antes de dirigirme a mi cuarto y coger el móvil que tenía bastante abandonado desde hacía horas sobre el escritorio. Tras pulsar unas pocas teclas, apareció el número que buscaba en la pantalla y deslicé mi pulgar hasta posarlo sobre el botón verde. Dudé considerablemente, tanto que mi dedo tamborileaba sobre el botón con cada duda, pero al final, tras cerrar los ojos un momento mientras llenaba mis pulmones bien de aire, lo pulsé.

Un tono…sin respuesta aún, dos tonos…venga coge, no te hagas de rogar, tres tonos…¿ya durmiendo, quizá? En una fracción de segundo, antes de que el cuarto tono sonase, el teléfono empezó a crear una corriente de aire succionadora que tenía la suficiente fuerza como para mantener mi oreja pegada al aparato. Pero pronto elevó su poder, ya no bastaba con retenerme pegada al teléfono, si no que ese aire comenzó a tirar de mi oreja, luego de mi cabeza, mi cuerpo, mis piernas…hasta que finalmente me engulló por completo.

Para cuando volví a parpadear, todo lo que estaba a mi alrededor había cambiado, ya no era mi habitación, ni cualquier otra parte de la casa, ni siquiera algún lugar en el que hubiese estado con anterioridad. Lo primero que noté fue frío bajo mis pies, los miré; seguían igual de descalzos que en casa, un mal hábito por mi parte que ahora tenía que pagar en el pasillo de piedra en el que, no sabía muy bien cómo, había aterrizado. Ante mí se levantaba una puerta enorme y majestuosa, poseía unas cinco o seis veces mi altura y en toda su madera tenía talladas pequeñas figuras que parecían estar narrando un cuento.

A ambos lados se erguían sólidas paredes de piedra iluminadas únicamente por dos antorchas encendidas que descansaban sobre ellas, sin soporte alguno. Eché un vistazo hacia atrás con la mirada para ver si el pasillo poseía alguna fuente más de luz, pero no era así, más allá del límite de luminosidad marcado por las antorchas sólo había oscuridad fría y siniestra. Pese a que pueda sonar extraño, una gran parte de mí deseaba adentrarse en ella a explorar, pero antes de que diese un paso, la enorme puerta crujió y se entreabrió, pero no lo suficiente como para que pudiese ver qué había en el interior.

La curiosidad pudo conmigo, fue algo que no pude evitar; posé las palmas justo en el centro de la puerta, preparada para tener que utilizar toda mi fuerza para poder terminar de abrirla, pero no hizo falta, en cuanto mis manos entraron en contacto con la madera la puerta comenzó a abrirse lentamente y sin mi ayuda. Seguía completamente quieta con las palmas hacia fuera cuando la puerta acabó de abrirse. Pese a ello, no se veía absolutamente nada del interior, estaba todo negro, pero no era una oscuridad como la del fondo del pasillo, hostil y desagradable, sino todo lo contrario, invitaba a cualquier curioso a invadirla. Algo rozó mi pierna derecha en ese momento, me sobresalté considerablemente pues tras el tiempo que llevaba allí plantada, no esperaba compañía alguna. Al mirar por primera vez, sólo vi una bola de pelo blanca, de tacto aparentemente suave; al pestañear y mirar fijamente, me di cuenta que esa bola poseía ojos azules, nariz, boca e incluso cola. Quise acariciarlo para comprobar si realmente el pelaje del siamés era tan suave como aparentaba, pero el gato volvió a rozarme la pierna y se adentró enseguida en aquella oscuridad tan amable. Entonces yo también me adentré, no sé si para seguirlo o porque ya tenía ganas de saber qué envolvía aquella oscuridad.