“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

sábado, 17 de noviembre de 2007

Réquiem


Él estaba frente al espejo terminando de arreglarse los cuellos de la camisa que se habían descolocado ligeramente al ponerse la chaqueta. Ya estaba listo, completamente impecable, con los puños bien abrochados y la camisa sin una sola arruga. Se deseó suerte a sí mismo y cruzó todo el pasillo barnizado hasta llegar a unas inmensas puertas de roble con un pomo antiguo de color bronce. Se detuvo un momento ante ellas, respiró hondo y las abrió con decisión.

Estaba en lo alto de las gradas; a sus pies más de cien filas con asientos aterciopelados de color granate esperando a ser ocupados por las miles y miles de personas amantes de aquellos eventos. No era muy habitual que el propio artista entrase por aquellas puertas, pero a él le encantaba ver las caras de su público antes de cada actuación, sentir su calor y su cercanía. Aquella noche aún no había nadie sentado en las numerosas butacas aunque eso a él le daba igual, en su cabeza imaginaba aquel auditorio abarrotado de gente, todos expectantes de su entrada, aplaudiendo mientras bajaba las escaleras hasta llegar al pie del escenario. Nunca cesaba la inmensa ovación hasta que él no ocupaba su sitio en el piano de cola que estaba justo en medio del escenario. Estaba todo preparado, el piano, brillante como de costumbre, ya abierto, invitaba a sus dedos expertos a que lo acariciaran con suavidad, pero al mismo tiempo con firmeza. Las partituras se posaban sobre el instrumento, desplegadas seguramente desde la noche anterior. No pasaba nada si alguien decidía cogerlas porque hacía años que él ya no las necesitaba. Había interpretado aquella obra tantas veces que sus dedos se movías solos por el teclado, no era necesario ver las notas escritas, las tenía en su cabeza.

Todos los aplausos imaginarios cesaron en cuanto el pianista ocupó el taburete preparado para su altura. Silencio, durante unos segundos interminables no se oyó más que silencio. Un gesto pausado sobre el piano dio inicio a la interpretación. Durante los próximos minutos el auditorio se lleno de una explosión de sonidos enlazados entre sí de manera soberbia que hubiesen creado mil sensaciones distintas a cualquier oyente. La impecable matización podía provocar un cambio desde la más absoluta tensión hasta la calma más tranquilizadora en cuestión de segundos y todo eso gracias a los fortes interpretados con energía, pero sin dureza y a los pianissimos dulces y delicados, pero de sonido brillante.

Él seguía absorto en su obra, consiguiendo que sus dedos casi volaran sobre aquella alineación de teclas blancas y negras, y apenas se dio cuenta que alguien había subido al escenario y estaba frente a él desde el otro lado del piano. Minutos después ya sabía que aquel extraño estaba allí, pero no levantó la vista ni detuvo su interpretación; bajo ningún concepto debía dejar una obra sin terminar, eran sus principios como pianista. Además ya sabía para qué había ido aquel hombre allí, sabía lo que iba a hacer y por supuesto, sabía que nada podría evitar que pasase. Había entablado una cierta relación de amistad con la gente equivocada, sobre todo porque no podía devolver los favores que aquellos nuevos “amigos” le habían hecho. El otro hombre extendió el brazo empuñando un revólver antiguo, pero no disparó. Quizá por respeto o consideración decidió esperar a que terminase aquella interpretación, la última de todas. Segundos después de dar la última nota estalló en la mente del pianista una inmensa ovación del público que no tenía, mayor incluso que la primera de cuando había aparecido a lo alto de las gradas. Junto con todos aquellos aplausos se mezcló el inconfundible sonido de un disparo que hizo que el cuerpo del intérprete se desplomase sobre el instrumento que había dominado durante tantísimos años.

No tardaron en llegar los encargados del auditorio y ver manchado de sangre el teclado que aquella noche debía ser protagonista, pues el concierto comenzaba en unos quince minutos. No había cuerpo ni explicación posible al ruido que habían escuchado muchos de los que se encontraban en el edificio. Minutos más tarde las butacas comenzaron a llenarse de gente bien vestida para la ocasión. El piano parecía impoluto, como si lo acabasen de construir y pulir. Comenzó el evento y uno de los pianistas que debía aparecer aquella noche no hizo acto de presencia, pero no importó, el espectáculo debía continuar.

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