“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

martes, 16 de octubre de 2007

La amante del mar

El invierno amenazaba con verter toda su furia sobre aquella estrecha carretera que conducía a las afueras del pueblo. El viento que comenzaba a levantarse desnudaba a los pocos árboles que aún les quedaba alguna hoja y la lluvia, fina pero incesante, otorgaba al camino un matiz peligroso. Apenas había luces que iluminaran aquella escena, únicamente el inquietante brillo de la luna llena y los focos de un antiguo coche que salía del pueblo por la carretera rumbo al faro.

Poco se sabía del conductor del vehículo. Sólo que cada año en esa fecha pasaba casi sin detenerse por el pueblo y continuaba su camino por aquella carretera llena de piedras y mal asfaltada. El conductor redujo la velocidad justo en aquel punto, quizá para contemplar el mismo paisaje de cada año o puede que porque sabía del peligro incrementado por el mal tiempo.

Los árboles que adornaban ambos lados del camino dejaron ver por fin el acantilado sobre el que se encontraba el viejo faro y tras él, la inmensidad del mar revuelto de aquella noche. El hombre detuvo el coche en el arcén varios metros delante de la torre de luz. Abrió la puerta, bajo del automóvil y se dedicó a esperar con el codo derecho apoyado sobre el techo. En ese momento comenzó a llover aún más fuerte y se podían oír truenos cada vez más altos, pero él no se movió. Simplemente contemplaba el faro que, pese a su antigüedad, seguía guiando a los barcos en sus travesías. Cuando ya creía haberse perdido en sus pensamientos un luminoso rayo le hizo volver a la realidad. Y precisamente esa luz que lo había sacado de su ensimismamiento fue la misma que dejó entrever aquello que estaba esperando, o mejor dicho, aquella a quien estaba esperando.

No pudo evitar acercarse un poco más, incluso se le olvidó cerrar la puerta del coche, pero en ese instante todo aquello daba igual, cualquier cosa que no fuese ella no importaba en absoluto. Allí estaba ella, saliendo de detrás del faro de forma pausada con su vestido de hilo fino y un par de flores en las manos. Hasta el viento se había fijado en ella y acariciaba sus pálidos brazos con suma suavidad mientras la lluvia le daba a su agitada melena un brillo digno del mismísimo sol. Él observó las manos de la chica primero, que seguían igual de jóvenes que hacía 23 años, y después las suyas, en las que el paso del tiempo había dejado huella. Aunque sólo la veía una vez al año se dio cuenta de que seguía tan hermosa como siempre. Ella había sido la única que consiguió detener su corazón por unos instantes, después ninguna había tenido un sabor tan increíblemente dulce. Pero ella era libre, así se lo dijo el primer día que se vieron hacía ya tantos años. Era un espíritu libre que no se detenía por nada, mucho menos por nadie y como era de esperar, el mar también la quería. Él no podría igualar nunca la oferta que el mar había puesto sobre la mesa, libertad eterna y poder conocer hasta el último rincón del planeta en el que vagaban sus aguas. Algo irresistible para alguien que llevaba soñando toda su vida con aquello. Sólo había una condición, que para ser tan libre como sus aguas debía despojarse de lo único que la encarcelaba, su cuerpo. Pero a ella no le importó tal precio. Se abrazó al mar desde aquel mismo acantilado hacía ya 23 años y desde entonces él había ido a visitarla porque siempre aparecía de nuevo. Aquel año no era distinto. Ella también le vio, incluso sonrió al reconocerle, pero una vez más, la oferta del mar era demasiado tentadora. Dejó que las flores que llevaba en la mano cayeran al suelo para que el viento pudiera cuidarlas, y adelantó varios pasos para poder volver junto al mar.

Cada año que iba observaba la misma escena. Llevaba 23 años perdiéndola del mismo modo, viendo como su amada le dejaba por aquellas aguas que le ofrecían completa libertad y ni siquiera podía saber si era real todo lo que veía. Lo único cierto era que cada año aquella fecha era la única en la que la podía ver con la nitidez que durante sus sueños no encontraba. Al próximo año volvería otra vez, necesitaba tanto verla, aunque ello significase observar cómo ella se echaba a los brazos del mar, fundiéndose en un eterno abrazo del que no saldría jamás.

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