“Sentimientos, sensaciones, instantes…eso es el Claro de Luna, un lugar en el que todo, absolutamente todo, es posible.”

martes, 23 de octubre de 2007

Refugio de Melodías

La luna llena cumplía su cometido de vigilar la pequeña ciudad dormida. Todo era tranquilidad y salvo algún que otro gato travieso nada se movía. La brillante esfera reparó entonces en un edificio no muy alto de unas cinco plantas a lo sumo. No había luz en ninguna ventana, ni se oían ruidos, pero le pareció ver algo en la azotea. Una débil sombra se iba acercando cada vez más al borde del edificio, y la luna curiosa dirigió uno de sus rayos plateados hacia allí, para poder averiguar qué era aquello que, a diferencia del resto de la ciudad, no dormía. Se sorprendió al ver una muchacha joven con un maletín no demasiado grande entre sus manos. Ella, a pesar de haberla visto, trataba de ignorar a aquella luna que la miraba de forma amable, casi incluso maternal. Llegó hasta el borde de la azotea y se maravilló una vez más ante el espectáculo de luces y silencio que ofrecía la ciudad a aquellas altas horas de la madrugada. A pesar de que casi cada noche terminaba allí arriba el cuadro que veía siempre era diferente en una forma u otra.

No pudo evitar que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas al recordar por qué siempre acababa en lo alto de aquel edificio. Era el único sitio que tenía para esconderse del mundo, donde nadie la trataba mal y podía despejar su mente con total tranquilidad. Era su refugio, el lugar en el que se sentía a salvo de los demás. Siempre subía allí durante la noche para buscar esa paz que no encontraba de ningún otro modo. Pasaba las horas pensando en mil y una ideas diferentes y perdiendo su mirada en aquella oscuridad del cielo. Muchas veces incluso se acercaba al borde todo lo que podía y miraba hacia abajo, soñando cómo sería pedirle al Tiempo que la arrojase desde allí, imaginando lo que sería aquella caída hacia la nada, intentando saborear lo que sería dejar de sufrir para siempre. Pero por más que le rogaba a aquel dios que acortara su tiempo, él nunca aparecía y ella seguía en la azotea mirando al infinito, esperando que algunas manos la empujasen y la ayudasen a precipitarse al suelo.

Tras pasar numerosas noches esperando que algo así sucediera, aquella madrugada cambió su forma de rogar. Abrió el pequeño maletín que había subido consigo y sacó de él un violín de madera, algo viejo, pero que casi sonaba mejor que las primeras veces que alguien tocó con él. Se sentó tranquilamente en el bordillo de la azotea, fijó el instrumento en su hombro izquierdo y por último, posó el arco sobre las cuatro cuerdas recién afinadas. El sonido que vibró de aquel violín fue casi indescriptible. De cada movimiento del arco no manaban sólo notas, si no unos sentimientos desgarradores que hacían comprender a la perfección todo lo que pasaba por la mente de la intérprete. Sólo ella podía saber si esa magnífica melodía era para llamar la atención del Tiempo o si lo único que quería conseguir aquella tranquila noche era conmover a la luna.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermoso, sensible, expresivo, limpio y bellamente escrito.
Relatos siempre individualistas y de gran vehemencia interior.
Gracias por esos momentos que nos regalas.